"Yo me quedo en los 18 para siempre", me vengo repitiendo todos los cumpleaños desde hace tres años que los cumplí. No, ya no los tengo pero qué bien que he llegado a los veintiuno. Pedía siempre como deseo que el tiempo pase más lento, no que se detuviera y no me dejara vivir lo que me tocaba, pero sí que fuera más lento para poder comprender lo que pasaba a mi alrededor. Luego, soplaba las velas y ya está, otro año que se pasó y no hizo caso alguno a mi petición de dejarme entender por qué a partir de los 18 siento que todo se me pasa tan rápido.
Los veintiuno, estoy aquí parada en los veintiuno. Es una mezcla de emoción, ansiedad, nostalgia y desesperación. Emoción porque "estás en la mejor etapa, disfrútala", ansiedad porque ya quiero saber qué viene después de esto tan genial, nostalgia porque no quiero que se vaya nunca y, sin embargo, todos los días se va un poquito, y desesperación porque quiero grabar todos los días de mis veintiuno para pasármelos como película a partir de los 22. Los veintiuno te dan licencia de meter la pata, de hacerte el independiente con tu primer sueldo con el que seguramente no tendrías donde caerte muerto si no vivieras con tus padres -pero no es nada despreciable considerando que solo lo gastas en ti. Los veintiuno te dan posibilidad de reivindicarte con los demás, contigo mismo, y contigo mismo nuevamente. Los veintiuno te dejan crear gritos de guerra, lemas de vida, frases y leyes bajo los que vives hasta que la experiencia los va desmintiendo -pero mientras tanto es tu ley. Y eso está bien. Está bien tener tus leyes inalterables, indestructibles. Los veintiuno son convenientes, a veces eres grande, a veces eres aún un bebé -todo depende de qué permiso le pidas a tus padres.
Una vez más, los veintiuno te dan permiso. Permiso para llorarlo todo, permiso para hacer mucha bulla, permiso para reírte a carcajadas, permiso para inventar códigos con los amigos, permiso para equivocarte cientos de veces, permiso para aconsejar mal, permiso para no hacerle caso a tus propios consejos, permiso para gritar. Los veintiuno me van dejando un buen sabor porque todos los días me equivoco. Los veintiuno me han dejado encontrar el lugar en el quiero, puedo y debo estar, que es mi trabajo. Los veintiuno me han dejado ganar mucho, me han hecho perder más, me han hecho perdonar, me han hecho llorar, me han hecho saltar.
Yo no creo que se pueda algún día aprender todo lo que se aprende cuando se tiene veintiuno. Tener veintiuno significa ser completamente vulnerable y eso es, precisamente, lo mejor. La vulnerabilidad no es ser débil, es estar expuesto a los cambios y, en efecto, cambiar con ellos. Es también volver a ser lo de antes una vez que cambiamos. Es dar saltos de extremo a extremo y encontrar nuestro propio equilibrio. La vulnerabilidad es escuchar a todos, pero hacernos caso a nosotros mismos. Porque es así como se sale de los veintiuno. Los veintiuno son propios, que no te lo cuenten.
Y todo eso está bien. Está bien que te entre por un oído y te salga por el otro, porque cuando ya no tengas veintiuno, verás que en realidad sí se te quedó. Está bien comer helado a las 2 de la mañana en una pijamada, está bien reventarse los tímpanos con música, está bien subir las lunas y gritar en el carro, está bien llorar desconsoladamente, está bien todo.
Y también lo estará el día que me levante y ya sea mi cumpleaños número 22 y mi mamá me diga "Ya tienes veintidós" y yo sople las velas deseando quedarme por siempre ahí -debe ser buen síntoma querer repetir siempre lo que vivo. Y a partir de ahí, estará bien tener veitiuno de vez en cuando.
De todo y nada
viernes, 6 de diciembre de 2013
sábado, 20 de agosto de 2011
La batalla
Siendo las compras lo que más me entretiene en mi tiempo libre, siento la necesidad de dedicarle un post a esta actividad en agradecimiento por existir. Las próximas líneas están cargadas de neuroticismo y un poco de frustración por no haber conseguido hoy día el saco que quería -o, mejor dicho, por haberlo perdido por puesta de mano. Además, mi afán por las compras es una de las pocas cosas que pudo ponerme de vuelta al ruedo en este antisocial blog.
Advertencia: este post no hablará de lo divertido que es tener más de seis bolsas en la mano y todavía ir por más (sería muy aburrido en caso de que un hombre se aventurara a leer esto), sino más bien tratará de mirar este tema con una perspectiva más agresiva -y real.
Para todos ustedes, el desafío más grande que tenemos que pasar las mujeres después de convivir en este hermoso planeta con el género masculino: las compras, más conocido como shopping (a todos se nos escapa nuestro lado alienado alguna vez). Pero OJO que esto es cosa seria. Podría concluir, tras mi corta pero experimentada vida en este tema, que ir de shopping no es tan simple como todos ustedes miembros del sexo macho piensan que es -ahora estoy asumiendo que algún hombre está leyendo esto. Es una verdadera batalla. Una guerra en muchos casos. He aquí las razones por las que he llegado a esta emocionante conclusión.
Como mencioné líneas arriba, hoy fui de compras. Sí, para variar. Todo fluía sin ninguna novedad: primero ver toda la ropa de la tienda, luego probármela, dejarla en su sitio, seguir dando vueltas a lo que ya vi más de cinco veces, volver al probador y llevarme lo primero que había escogido (esta es la parte que me pareció que podía ser aburrida para los hombres así que la pasaré rápido. Qué considerada soy). Como dije, parecía ser una tarde normal hasta que por esas cuestiones de la vida levanté la mirada y me encontré con cien carteles colgantes que decían "Liquidación en toda la tienda". Entré en un trance emocional indescriptible. De inmediato mi cara se convirtió en la de Scar. Es en este preciso momento, y presten atención, cuando la tienda se convierte en un campo improvisado de batalla.
Yo no estaba sola, felizmente mi madre me había acompañado (de tal palo, tal astilla). Éramos nosotras dos contra el mundo. Las palabras componían un diálogo bastante corto y con aspiraciones militares.
- Mamá, tú mira por la derecha, yo voy por la izquierda.
- ¡Acá encontré algo!
- Quédate ahí, no te vayas a mover.
Mientras caminaba a paso ligero, no no, mientras corría para darle el alcance, algo distrajo mi mirada de su foco de atención: un saco negro precioso, quizás el más precioso que haya visto jamás. Le hice una señal cautelosa a mi madre para no levantar sospechas y me dirigí tranquila al stand de los sacos -una vez más para que 'nadie' se percatara de mi astuta jugada. En cuanto llegué, casi de la nada apareció una voluptuosa mujer; pero no me dejé intimidar por su figura (el lunes empiezo la dieta). Nos lanzamos una mirada que parecía de vaqueros del oeste antes de sacar el arma y luego, como quien no quiere la cosa, tratamos de convencernos la una a la otra de que no había desesperación en conseguir ese saco. Buscábamos tranquilamente nuestra talla, mirándonos de reojo de vez en cuando y sonriendo hipócrita pero estratégicamente. Cuando por fin conseguí mi talla y pretendía sacarla del colgador para probármela, una fuerza extraña me lo impidió. Otra vez mi cara imitaba torpemente la de Scar.
Esta mujer de escandalosas curvas había cogido el mismo saco que yo; quién lo diría, quizás después de todo no estoy tan mal. Empezó una auténtica Guerra Fría. Mi madre llegó para cubrirme las espaldas y lanzó un mensaje que en la vida real se conocería como indirecta: "Olvídate, ese saco dentro de unos meses se va a estirar y te vas a ver gorda". Lo raro de esto que es que no funcionó. La susodicha se lo llevó de todas formas. Pero no lloré desconsolada. La guerra no había terminado.
- A tu izquierda, a tu izquierda, a tu izquierda.
- No hay nada, mamá.
- Más a tu izquierda.
- Ya vi. Voy a correr pero no me sigas.
Y me fui. Me fui en busca de la felicidad. Blusas por montones y lindas chompas. Marqué territorio y no me moví de ahí hasta encontrar mis colores y mis tallas. Mi premio consuelo resultó ser inclusive mejor que el regalo mayor. Llegué a la caja contentísima por mi elección y porque por supuesto sabía que nadie tenía la misma ropa que yo porque estaba bastante escondida. Una señora en la cola se quedó mirando una de mis chompas y sin ningún reparo me preguntó: "¿Dónde la has conseguido?". "Por la zona de los sacos", respondí mientras sonaba mi risa malévola de fondo. Como verán, esa fue mi última victoria, no decirle dónde había encontrado mi valiosa prenda. La mandé a los sacos porque en realidad fue lo primero que se me ocurrió. Era eso o decirle "en la zona de carteras", que ya no es tan creíble.
Hacer compras suele frustrarme cuando no consigo lo que fui a buscar, pero me conformo con no irme con las manos vacías. Estas últimas líneas ya no están cargadas de despecho sino de regocijo puro. Iré mejorando mis tácticas y estrategias hasta que me convierta en una experta y me sienta mejor respaldada al atreverme a contarles todo esto. No tengo certificados pero tengo buen gusto, es todo lo que tengo para ofrecerles.
Mujeres: no le digan a nadie de la cola dónde consiguieron lo que consiguieron si no quieren tener gemelas no reconocidas por la calle. Y, obviamente, no le crean a las que te dicen dónde consiguieron lo que consiguieron. Mejor aún, no pregunten.
Hombres: igual ya leyeron el mensaje para las mujeres pero a ustedes les digo que nos entiendan un poquito más. Que esta batalla es divertidísima.
martes, 22 de marzo de 2011
¿En qué momento?
No sé cuándo fue que dejé de jugar a las escondidas, a las chapadas.
No sé cuándo fue que dejaron de decirme "come toda tu comida", "báñate", "has tus tareas".
No sé cuándo fue que dejé de caber en la casita que me regalaron mis papás. Tampoco sé cuándo fue que dije "regálenla".
No me acuerdo el día en que simplemente no me acerqué más a mis barbies.
No me acuerdo el día en que dejé de jugar a la cocinita, a la gallinita ciega, a "¿Lobo estás?".
No me acuerdo el día en que pude cambiarme sola. Tampoco me acuerdo el día en que aprendí a hacerme una cola en el pelo.
Y no sé en qué momento aprendí a montar bicicleta sin rueditas,
en qué momento tomé mi primera decisión,
en qué momento lloré por primera vez por algo que no sea que no me dejaron salir a jugar,
en qué momento dejaron de hacerme cosquillas,
en qué momento dejé de preguntar "Por qué?" y empecé a responderme yo misma.
A veces es necesario hacer un alto y ponerse a pensar en qué momento crecimos. En qué momento nos encontramos cruzando la pista solos por primera vez.
viernes, 25 de febrero de 2011
Quién miente
Hoy en la combi camino al trabajo me pasó algo que me dejó pensando el resto del día. El cobrador me pidió el pasaje y yo le di 1 sol. Y me dijo: "es 1.20" y yo le respondí: MEDIO (es decir, pasaje universitario, que es 1 sol). Al segundo me dijo: "muéstreme su carné". Y le contesté: "ay señor, ni modo que le mienta" y se lo mostré desganada porque tuve que revolver mi cartera para encontrarlo y enseñárselo.
Entonces me di cuenta de algo, ¿tan grande es la desconfianza de la gente? O dicho de otra manera, ¿se sabe quién miente y quién no?
Si yo no le mostré mi carné al cobrador fue porque sé que yo pago universitario y que no estoy mintiendo. Pero el señor... ¿cómo sabe que no estoy mintiendo? La verdad es que nunca se podrá saber si se está escuchando la verdad o si tal vez uno está siendo engañado.
¿Cómo hacerle entender a la gente que uno está diciendo la verdad? ¿Cómo hacerle entender al cobrador que no estoy mintiendo y que efectivamente yo pago medio pasaje? ¿Cómo aprender a decir la verdad siempre? Si se desconfía ahora es porque antes alguien mintió.
¿Se miente sólo para ocultar la verdad? ¿Se miente por nervios, se miente por apuro, se miente por compromiso, se miente por costumbre? ¿Un vaso medio vacío o un vaso medio lleno? ¿Verdad a medias = mentira?
No se sabe por qué, pero se miente. Cuando cedemos el asiento reservado, ¿lo hacemos por voluntad propia o porque tenemos un afiche pegado en la ventana del lado izquierdo que nos ordena hacerlo? ¿Mentimos al ceder el asiento reservado? ¿Mentimos al saludar por las mañanas a la gente que pasa por tu oficina? ¿Una estadística es mentira porque no es del todo verdad?
Lo cierto es que no hay un radar que vibre, suene o se prenda de algún color cuando alguien no nos está diciendo la verdad. Y aunque la palabra confianza haya perdido su valor y se haya vuelto casi inalcanzable, es eso lo que nos permite convivir.
Yo sé que no estoy mintiendo al contarles mi experiencia pero ustedes no lo saben.
No hay radar. Solo hay confianza. ¿Me creen?
viernes, 18 de febrero de 2011
El prólogo de la vida
Toda obra de teatro tiene un prólogo, un origen, un pasado. La vida -tu vida- también lo tiene. Un prólogo siempre da pie a algo nuevo, nunca se retrocede después de leer uno. Tus acciones pasadas, las palabras que dijiste -y las que callaste-, las personas con las que te juntaste, las cosas que te hicieron reír y las que te hicieron llorar, las cosas de las que te arrepentiste y las cosas que volverías a hacer... todas son parte de tu prólogo. Cuando lean tu historia, este solo servirá como maestro. Lo que hace buena tu obra de teatro, tu vida, es el presente.
"Deberíamos usar el pasado como trampolín y no como sofá." (Harold MacMillan)
Hoy puedes hacer todo lo que no hiciste nunca y remediar todo lo que hiciste antes. Hoy puedes hablar o callar si lo deseas. Hoy puedes redactar tu nuevo prólogo para mañana.
El pasado le pasa la posta al presente pero no lo pierde de vista.
Por eso, toma al pasado como un padre y al futuro como un hijo. Y hoy aprende de tu pasado, actúa tu papel en el presente y léele un buen prólogo a tu futuro.
lunes, 14 de febrero de 2011
No alcanza
Tener pies, no alcanza para saber caminar. Tener brazos, no alcanza para saber abrazar. Tener ojos, no alcanza para saber mirar.
Hay que hacerlo. Hay que caminar, hay que abrazar y hay que mirar. No solo hay que ver.
Se ve con los ojos, pero se mira con el corazón.
Todos nos ven. Y nosotros vemos a todos. Pero ¿a quiénes miramos? y ¿quiénes nos miran? Ellos nos aman. Solo los que nos miran caminan con nosotros y no solo con sus pies; y, llegado el final, nos abrazan con el alma.
No alcanza que alcance, siempre se puede dar más.
jueves, 10 de febrero de 2011
Si no...
La verdad es que...
Si no quisiéramos llorar, no fingiríamos reír
Si no tuviéramos tantos defectos, no nos fijaríamos tanto en los de los otros
Si no existiera la desigualdad, no habría envidia ni codicia
Si no supiéramos abrazar, nos abrazarían
Si no escucháramos a los demás, nadie nos escucharía a nosotros
Si no sintiéramos el pensamiento, tampoco pensaríamos el sentimiento
Si no fuéramos nosotros mismos, seríamos todos
Si no fuéramos lo que queremos ser, seríamos lo que otros quieren que seamos
Si no supiéramos reír, no podríamos soñar
Si no pudiésemos soñar, no nos gustaría vivir
Y la verdad es que si no nos gustara vivir,
ya no estaríamos acá.
En el fondo todos tenemos algo que nos mantiene vivos, que nos hace disfrutar la vida.
¿Cuál es tu razón de vivir?
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