viernes, 6 de diciembre de 2013

Ya tienes veintiuno

"Yo me quedo en los 18 para siempre", me vengo repitiendo todos los cumpleaños desde hace tres años que los cumplí. No, ya no los tengo pero qué bien que he llegado a los veintiuno. Pedía siempre como deseo que el tiempo pase más lento, no que se detuviera y no me dejara vivir lo que me tocaba, pero sí que fuera más lento para poder comprender lo que pasaba a mi alrededor. Luego, soplaba las velas y ya está, otro año que se pasó y no hizo caso alguno a mi petición de dejarme entender por qué a partir de los 18 siento que todo se me pasa tan rápido.

Los veintiuno, estoy aquí parada en los veintiuno. Es una mezcla de emoción, ansiedad, nostalgia y desesperación. Emoción porque "estás en la mejor etapa, disfrútala", ansiedad porque ya quiero saber qué viene después de esto tan genial, nostalgia porque no quiero que se vaya nunca y, sin embargo, todos los días se va un poquito, y desesperación porque quiero grabar todos los días de mis veintiuno para pasármelos como película a partir de los 22. Los veintiuno te dan licencia de meter la pata, de hacerte el independiente con tu primer sueldo con el que seguramente no tendrías donde caerte muerto si no vivieras con tus padres -pero no es nada despreciable considerando que solo lo gastas en ti. Los veintiuno te dan posibilidad de reivindicarte con los demás, contigo mismo, y contigo mismo nuevamente. Los veintiuno te dejan crear gritos de guerra, lemas de vida, frases y leyes bajo los que vives hasta que la experiencia los va desmintiendo -pero mientras tanto es tu ley. Y eso está bien. Está bien tener tus leyes inalterables, indestructibles. Los veintiuno son convenientes, a veces eres grande, a veces eres aún un bebé -todo depende de qué permiso le pidas a tus padres.

Una vez más, los veintiuno te dan permiso. Permiso para llorarlo todo, permiso para hacer mucha bulla, permiso para reírte a carcajadas, permiso para inventar códigos con los amigos, permiso para equivocarte cientos de veces, permiso para aconsejar mal, permiso para no hacerle caso a tus propios consejos, permiso para gritar. Los veintiuno me van dejando un buen sabor porque todos los días me equivoco. Los veintiuno me han dejado encontrar el lugar en el quiero, puedo y debo estar, que es mi trabajo. Los veintiuno me han dejado ganar mucho, me han hecho perder más, me han hecho perdonar, me han hecho llorar, me han hecho saltar.

Yo no creo que se pueda algún día aprender todo lo que se aprende cuando se tiene veintiuno. Tener veintiuno significa ser completamente vulnerable y eso es, precisamente, lo mejor. La vulnerabilidad no es ser débil, es estar expuesto a los cambios y, en efecto, cambiar con ellos. Es también volver a ser lo de antes una vez que cambiamos. Es dar saltos de extremo a extremo y encontrar nuestro propio equilibrio. La vulnerabilidad es escuchar a todos, pero hacernos caso a nosotros mismos. Porque es así como se sale de los veintiuno. Los veintiuno son propios, que no te lo cuenten.

Y todo eso está bien. Está bien que te entre por un oído y te salga por el otro, porque cuando ya no tengas veintiuno, verás que en realidad sí se te quedó. Está bien comer helado a las 2 de la mañana en una pijamada, está bien reventarse los tímpanos con música, está bien subir las lunas y gritar en el carro, está bien llorar desconsoladamente, está bien todo.

Y también lo estará el día que me levante y ya sea mi cumpleaños número 22 y mi mamá me diga "Ya tienes veintidós" y yo sople las velas deseando quedarme por siempre ahí -debe ser buen síntoma querer repetir siempre lo que vivo. Y a partir de ahí, estará bien tener veitiuno de vez en cuando.